Entre extrañado y resignado escuchaba hace unos días en los informativos que enero de 2022 ha registrado 100 fallecidos en accidentes de tráfico en las carreteras españolas, según los últimos datos de siniestralidad de la Dirección General de Tráfico (DGT).
Más de tres fallecidos por día, empezamos muy mal el año.
El incipiente año 2022 va a ser un periplo de cambios importantes en normas de circulación, de los que un profesional del sector como el que escribe siempre espera con optimismo.
El Ministerio del Interior legisla con el ánimo de seguir aumentando la seguridad en nuestras carreteras, soliendo fijar su punto de mira sobre los conductores. Al fin y al cabo son las decisiones de las personas que nos ponemos a los mandos de los vehículos las que condicionan que los que compartimos asfalto lleguemos vivos o no a casa. Pero estamos errando el tiro, el problema es más profundo.
Que la seguridad vial supone un reto es un hecho cierto. Un reto para las Administraciones Públicas, un reto para los fabricantes de vehículos, un reto técnico a la hora de diseñar, construir y mantener nuestras calles y carreteras, un reto para los Órganos de Control como la Guardia Civil y las Policías Locales que intentan poner un poco de orden ahí fuera.
Sin embargo el mayor de todos los desafíos lo encontramos en el principio más esencial de cualquier proceso de convivencia que es la educación y la formación. En este caso la pelota cae sobre los Centros de Formación de Conductores, Centros de Reconocimiento de Conductores y sobre la figura más denostada del sector que es el “profe”, si si el profesor de autoescuela.